viernes, 11 de junio de 2010

El eterno ciclo de Larisa

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas alfin habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses olvidados; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o le temían. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre destruyó toda su obra. Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, llegaron los leñadores y lo llevaron a su pueblo, donde lo lavaron, afeitaron, cortaron el pelo y finalmente le pusieron ropa decente (de la suya ya no quedaban más que harapos). Lo llevaron al templo de la gran ciudad donde fue recibido con una gran fiesta. Le exigió una explicación a sus acompañantes, pero estos le hicieron señas de que aguarde y se mantenga callado. A medida que se acercaban al templo, se les iban sumando gente, hasta que, finalmente, parecía que estaba todo ciudadano presente. Del templo salió un anciano que le señaló que pase. Una vez adentro los recién arribados, el anciano comenzó a hablar. Habló, dirigiéndose al pueblo reunido, de la antiquísima tradición del templo de Larisa (nombre de la ciudad). Relató la historia de Astiades, quien fue el célebre fundador del templo, como en los inicios, cuando el tiempo aun era joven, eligió a uno de los recién nacidos de Larisa y lo introducía en los secretos del templo. Cuando el elegido llegaba a la tierna edad de cuatro años, era enviado aguas arriba en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Ahí el discípulo del sumo sacerdote debía vivir en cada una de las infinitas aldeas del sur de donde manan las aguas del sagrado río Tempé. Ahí debía continuar su entrenamiento (al cual no se refirió más directamente el pontífice de Larisa) hasta llegar el día en que habría aprendido todo lo que había por aprender en los montes de Tesalia. Esa noche tendría un sueño, así el anciano, en el que el debía ir en busca de un templo y ahí crear al representante de los dioses en tierra. Cuando haya llegado el tiempo, un tigre blanco iba a salir del templo de Larisa e ir en busca del aprendiz. Habiendo sucedido esto, maestro debía finalizar el entrenamiento de su discípulo transmitiéndole sus inmensos conocimientos. Finalmente, cuando el máximo representante de los dioses haya finalizado su tarea, su cuerpo ascendería al cielo para reunirse con los inmortales. Ya había habido mil veces mil maestros y mil veces mil aprendices, y era tiempo de otro relevo.
Dicho esto el anciano se retiró y señaló a su pupilo que lo siga. Fue la ultima vez que los vieron así. Los Laricianos ya comenzaban a olvidar lo sucedido. La única diferencia con el tiempo anterior a aquel día fue el templo abandonado. La vida en Larisa parecía haber recobrado su normalidad, hasta aquel día en que las aguas del Tempé corrieron río arriba. La gente se reunió en las orillas y observó el fenómeno, cuando, de pronto, salió blanco de las revoltosas aguas un tigre que de inmediato se dirigió hacia el templo y penetró en el. Al cabo de un quinto de hora salió de este el nuevo sumo pontífice de Tesalia. Había comprendido el sueño soñado en los lejanos montes y creó a partir del forastero al nuevo señor de Tesalia, Astiades-Giga (mil veces mil).
En el momento en que lo vieron supieron que nuevamente se había cumplido el eterno ciclo de Larisa.

1 comentario:

  1. Algunos alcances respecto de los textos:
    * No es necesario copiar un texto completo. Si vas a cambiar el final, sólo es necesario contextualizar desde dos párrafos anteriores al cambio.

    * Es necesario explicar la razón del cambio y cuál es el mundo por el cual se ha optado.

    * Se recomienda cuidar la redacción y la ortografía.

    * Si hay algo que no entiendas, puedes preguntar.

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